MICHAEL KOHLHAAS, O LA VIOLENCIA COMO DERECHO
DE JUAN MANUEL SÁNCHEZ OSORIO |
Saturno devorando a su hijo. Autor: Francisco de Goya | |
“Si su naturaleza
es noble y moral, como la de Miguel Kohlhaas, podrá sobreponerse a esas
tendencias, pero llegará a ser criminal, y en sufriendo la pena correspondiente
a su falta, mártir de su sentimiento del derecho. Se dice que la sangre de los
mártires no corre en vano, y aquí puede ser esto una gran verdad; es posible
que su sombra suplicante subsista largo tiempo, porque una opresión del derecho
semejante a la que él había sido víctima, queda harto impresa para ser
olvidada”
“Un día en la
tremenda lectura de Michael Kholhaas de Heinrich
von Kleist, que cuenta la historia de un hombre, víctima de una injusticia, que
hizo una guerra salvaje contra el poder en
la Alemania del siglo XVI, sentí que había encontrado un personaje
literario que se le asemejaba, y creo que tuvo razón Belisario Betancur cuando
al regresar de una entrevista con el viejo guerrillero en las selvas de
Colombia, en uno de sus intentos de hacer la paz, dijo, ante el asombro de los
periodistas, que había conocido a una leyenda.”
En
“Sobre la violencia”, conjunto de reflexiones escritas sobre este fenómeno por
el filósofo contemporáneo esloveno Slavoj
Žižek, se narra la anécdota del
oficial nazi que visitó el estudio de Picasso, luego de la toma de París por
parte del ejército del III Reich, y ante
el asombro por el “caos vanguardista” que representaba aquella pintura del Guernica, teniéndolo en frente, le
preguntó al genio de la pintura: “¿Esto lo ha hecho usted?”. A lo que Picasso
respondió: “¡No, ustedes lo hicieron!”.
Michael Kholhaas de Heinrich von Kleist, novela incluida por el nobel J. M. Coetzee en su biblioteca personal,
entendida esta como la elección personal del autor surafricano de aquellos
relatos que resultaron insoslayables en su escritura; cuenta la historia de un comerciante
de caballos en el siglo XVI alemán, que ante el agravio sufrido a manos del
barón de su comunidad, el caballero von
Tronka, es decir, por el Estado, y por la muerte de su mujer quien ayudaba
al marido a obtener el legal
resarcimiento del agravio, decidió hacer justicia por su propia mano, reclutando
una banda de descontentos o, para ser más precisos, olvidados, incendiando todo
el norte de Sajonia, sitiando en su
paso un convento y las ciudades de Wittemberg
y Dresde. Y tal como lo sentencia Kelist al inicio de la épica, y cita Coetzee al comienzo del análisis de la
obra “(…) el mundo seguiría bendiciendo hoy su memoria sino se hubiese excedido
en una virtud. El sentimiento de justicia lo convirtió en un ladrón y un
asesino”.
Afirma
con sobrada razón el nobel, que un relato de Kleist se lee como “(…) la
tensa sinopsis de una acción que ha tenido lugar hace poco bajo la mirada del
narrador”. Sin embargo, a tal afirmación habrá de agregarse, que en el caso de Kohlhass, el relato no solo se lee como
si hubiera tenido lugar ayer en la mirada del narrador, sino también del lector
colombiano. Porque tal historia parece narrada aquí, en las montañas de Colombia. No en vano, en el ensayo escrito por
Willian Ospina, que sirve de epígrafe a este relato, el autor compara al
vendedor de caballos sajón, con el campesino quindiano Manuel Marulanda Vélez
(nombre de guerra), fundador de una guerrilla propia, quien luego de haber
empuñado las armas en otra, como mecanismo de autodefensa campesina, decidió
enfrentar con la suya al Leviatán que
también había pisoteado a Kohlhaas, y
en el caos propio de la trama narrativa del alemán y de la realidad del
colombiano, terminó devorado por su exceso de justicia.
Lo
demás ya lo sabemos. Ya nos han dicho, institucionalizando la milenaria fábula
bíblica de lavarse las manos, que tales movimientos fueron un romanticismo
altruista de justicia allende, del que hoy no quedan signos; y que tales
justicieros del pasado, devinieron en delincuentes del presente, -aún cuando en
el presente de aquel pasado no se les consideró como tales, pudiendo
evitar el Kraken que se le enfrentaba a ese Leviatán-; y tienen razón. Solo que, ante la pregunta por el autor
del caos y devastación, esbozada por la justicia del Estado, debe responderse
como Picasso: ¡No, ustedes lo hicieron!
Michael Kohlhhas
es, en resumen, la configuración de la violencia como derecho. Más esto, no es
una afirmación ligera ni sectaria de alguna ideología, sino un fundamento
filosófico y una realidad presente, que justifica al individuo para que, con
argumentos de peso, ante la ausencia del Estado o la injusticia cometida por éste,
procure en su propia mano la justicia, o, como la han llamado algunos
sociólogos <<aplique justicia sin justicia>>.
“No
hay peores violencias que aquellas que no se comprenden” afirma William Ospina,
en el mismo ensayo citado, con lo que, en
aras de la comprensión, debemos ser claros: cuando se afirma a la
violencia como derecho, se está queriendo decir, siguiendo a Rudolf von Ihering, destacado filósofo alemán,
también en el texto que sirve de epígrafe, que siendo el derecho una idea
práctica que encierra un fin, esto es, una idea de tendencia, guarda en su
estructura una doble dimensión de fin y medio. Siendo así, que el fin del
derecho sea la justicia; y la lucha o violencia, el medio para alcanzar ese fin.
En la realidad práctica el derecho es –afirma- “como en Saturno devorando a sus
hijos”… Pero tal violencia o lucha debe conseguir la paz -sigue afirmando- y
aquí nos deja pasmados. ¡Cómo es eso de que la violencia como medio para
conseguir la justicia, debe procurar la paz: y la respuesta, en principio
atónita, es afirmativa!
Una
vez alcanzada la justicia, la violencia debe cesar, puesto que no es posible
mantener la justicia sin la paz. A eso se refiere.
Ahora, seguido cabe preguntarnos qué
es lo que nos puede llevar a cuestionarnos sobre la idea del derecho, y la
respuesta no es otra que una injusticia recibida; entendida esta como la acción
arbitraria por quien ostenta el poder, cuyo dolor moral es tan fuerte, que genera el deber para consigo mismo y de
la sociedad, de defender la idea de ese derecho que justifica nuestra
existencia. Cuando Ihering llega a
este punto recurre a nuestro mártir Kohlhaas,
cuyo dolor moral por la injusticia recibida fue tal, que en el encuentro
personal con Lutero, para dar respuesta a la misiva pública en que el padre del
reformismo invitada al vendedor de caballos al retornar al orden espiritual,
natural y humano del mundo, Kohlhaas, expresó que tal dolor sufrido
lo había dejado como expulsado, llamando por tal “(…) al individuo a quien se
le niega la protección de la ley. Porque yo necesito esa protección para
progresar pacíficamente en mi profesión; ese es el motivo por el que me he
acogido a esta comunidad con todo mi patrimonio, y quien me niega ese derecho
me entrega a la soledad salvaje de los desiertos y pone en mis manos el arma
con que debo defenderme.”
Llegados aquí ya tenemos algo: la
violencia como derecho, es la respuesta o medio de contrarrestar una violencia
injustificada sufrida, la cual ha causado un profundo daño moral en la idea de
derecho de los individuos, y Michael
Kohlhaas es en la literatura su referente. Ya en la teorización de la
violencia, y en tanto a lo que nos concierne, esta se ha diferenciado en
objetiva o estructural, entendía como aquella violencia de que es titular el
Estado en contra de sus súbditos o
coasociados, que va desde la afrenta o lesión personal, hasta el incumplimiento
de sus deberes; y la telética y de aniquilación, siendo la primera, aquel uso
de la violencia como medio para perseguir un fin altruista, y la segunda, la
perversión de la primera, en la que se suma es la venganza del otro sin
importar el fin y por cualquier medio. También se habla de violencia subjetiva,
siendo la utilizada por los ciudadanos en respuesta de la objetiva o
estructural. En fin, todo en cuanto a Kohlhaas.
Y
como la violencia vuelta derecho del mártir sajón ha cabalgado entre nosotros,
además de la analogía realizada por Ospina, tenemos otras, incluso anteriores a
la república, que resulta necesario mencionar.
Es
conocida entre nosotros la importancia de uno de los comandantes del movimiento
comunero del 16 de marzo de 1781, de nombre José Antonio Galán, natural de
Charalá, quien en un acto de valentía y sentido inconmensurable de justicia
decide no capitular, y avanzar en la causa hasta sitiar las ciudades que
bordeaban Santa Fé y luego establecer su cuartel general en Mogotes, momento en
el que el corregidor Piñeres ya se había dado a la fuga.
Los
relatos que han narrado tal épica han sido diversos, pero nos detendremos en
uno: el de Soledad Acosta de Samper, escritora neogranadina, representante del
liberalismo radical de la segunda mitad del siglo XIX, casada con uno de sus
líderes representativos, quien por emancipación y denuncia decidió dedicarse al
ejercicio de las letras, pero que, a consecuencia precisamente de esa violencia
estructural, debió escribir bajo el seudónimo de Aldebarán, entre otros.
De
igual forma, es necesario mencionar, que el relato de Soledad Acosta cobra
importancia por dos razones: la primera, porque presumimos que siendo
descendiente de los sajones de Nueva Escocia venidos a estas tierras, es
posible que conociera, por la formación recibida, el relato de Kohlhaas; y segundo, porque su relato de
José Antonio Galán, publicado para el primer centenario de los sucesos, se
cimenta en el significado amplio de la libertad y la justicia a consecuencia de
una injusticia recibida, pudiendo conocer la historia de uno de sus testigos
presenciales; su abuelo, don José Antonio de Acosta, alcalde corregidor de
Guaduas, quien fuera apresado “sin hacerle ningún mal” por el mártir comunero
en la revuelta.
En
la introducción que de la novela histórica del insurgente charaleño escrita por
Soledad, bajo el título de “José Antonio
Galán, episodios de la guerra de los comuneros”, hizo Juan de la Mina -seudónimo
usado por José María Samper- se describe de manera incipiente, aquel sentido de
justicia tan presente en las gentes que
conformaron el movimiento comunero. Afirma “[s]ea que esta provincia hubiera tenido
la buena suerte de ser poblada por hombres industriosos (algunos catalanes y
muchos andaluces avezados al trabajo agrícola inteligente y tenaz), que
acertaron a cruzarse con una raza enérgica y de buena índole (la de los
Guanes); sea que la pobreza relativa del suelo guanentano y el inmenso cúmulo
de obstáculos aglomerados allí por la naturaleza, hayan estimulado
poderosamente las facultades que destinan al hombre a la creación, al combate
con las fuerzas de la materia y a su propia moralización; y que de aquella feliz
combinación de dos razas tan distintas y esta lucha constante y fecunda haya
debido provenir, como lo creemos, un carácter independiente, emprendedor,
tenaz, honrado y no poco activo; ello es que el pueblo socorrano se ha
distinguido por ciertas virtudes que le son características entre las
variedades componentes de la población colombiana, a saber: un sentimiento
genial de constante aplicación al trabajo; un amor decidido a la posesión de la
propiedad y la vida de familia; una proverbial formalidad en los negocios,
caracterizada también con la probidad catalana; y un profundo sentimiento del derecho, que elevándose por el hábito del
trabajo y la generalización de lo justo, ha tomado los caracteres de un
patriotismo tan sesudo como indomable.”
También
queda detalladamente descrito, el daño moral por la injusticia sufrida por
Galán y sus congéneres, y que no es otro que la imposición de impuestos que son
juzgados como una forma de esclavitud, ya que al no poder “…esclavizar a los
mestizos blancos, ni hacer revivir las encomiendas, ni absorber en sus tierras
las de los pequeños propietarios, ni poner directamente coto al trabajo
emancipador de los plebeyos, los hidalgos habían imaginado servirse del
impuesto como de un instrumento expoliador y propio para mantener, a falta de
la esclavitud de los cuerpos, la de la riqueza que a la larga hace venir la de
los caracteres y la inteligencia.”
Tal
acto, que nutrió en el corazón del líder
comunero un “loco deseo de independizarse, de humillar a aquellos que le habían
vejado; uniendo así en su corazón, al encono del amante despedido, el generoso
entusiasmo del patriota que veía humillados a sus conciudadanos por los mismos
que le habían insultado a él…” fue el impulso que le llevó a toda una comunidad
a empuñar las armas, al mando del mártir del primer grito de independencia de estas tierras.
Causa
impresión la similitud de los relatos de lo acontecido, y más aún la realidad
de los finales: la rendición de sus ejércitos y deposición de las armas,
seguidos de su captura y enjuiciamiento. Al mártir Kohlhaas, se le subió al cadalso para hacer efectiva la sentencia
proferida por el Leviatán al que
había enfrentado, consistente en la decapitación. La de José Antonio Galán,
firmada el 30 de enero de 1782, consistió en la muerte por horca y
posteriormente la desmembración de su cuerpo y la distribución de las partes
por los puntos cardinales del “teatro de sus escandalosos insultos”, a fin de
que quedara en la memoria de los vasallos las consecuencias de la sublevación y
su nombre fuera borrado. Sin embargo, lo que quedó grabado para y desde
entonces, es que la justicia del Estado, cobrando venganza, puede ser igual o
superior, a la desmesura de la violencia como consecuencia de dichas
sublevaciones. Sobra decir que su nombre, contrario a lo sentenciado, permanece
grabado por siempre jamás.
Si
bien aún no se ha escrito la novela de la violencia en Colombia, quizás porque
como lo expresara Gabriel García Márquez en el ensayo que lleva el mismo título
“… el mayor desacierto que cometieron, quienes trataron de contar la violencia,
fue el de haber agarrado —por inexperiencia o por voracidad— el rábano por las
hojas. Apabullados por el material de que disponía, se los tragó la tierra en
la descripción de la masacre, sin permitirse una pausa que les habría servido
para preguntarse si lo más importante, humana y por tanto literariamente, eran
los muertos o los vivos…”; contamos con el trabajo adelantado por monseñor
Germán Guzmán Campos, Orlando Fals Borda y Eduardo Umaña Luna, bajo el título
“La Violencia en Colombia”, tal vez la investigación social con mayores
pretensiones de cientificidad en nuestro país, en cuyas páginas dedicadas a la
semblanza de los jefes guerrilleros que comandaron grupos de autodefensa
campesina en las dos olas de violencia (la primera de 1949 a 1953; la segunda
de 1954 a 1958), queda registrado, con desgarradora realidad, el alma de Kohlhaas en esos seres expulsados por el Estado a la soledad de los desiertos.
Y
tal soledad y tal angustia en sus almas, puede percibirse en la misiva a un
amigo escrita por Saúl Fajardo, jefe guerrillero del noroeste de Cundinamarca,
quien producto del desajuste generado por el desplazamiento y el impacto de la
violencia, sumado al aislamiento, las preocupaciones y la desadaptación al
nuevo ambiente sufre un colapso psicótico que lo conduce a la locura, circunstancias
que narra así: “El solo pensar que hay que permanecer indefinidamente en estos
montes y que al salir el peligro es inminente, me acongoja más; al mismo
tiempo, mi alma y mi corazón hacen frente a la lucha tiránica para vencer las
causas que determinan este abatimiento. Tanta sangre, tanta inmundicia en que
se mueven estas cosas, me tienen hastiado y triste. El estado de corrupción de
las gentes, no se compadece con los fines nobles que determinaron mi
actuación.”
Los
nombres de aquellos hombres son variados, pero la causa que les lleva a tomar
la violencia como derecho es la misma: la respuesta a la injusticia azul (el
Estado) que perseguía y mataba a sus familiares y congéneres rojos, a manos de
las fuerzas institucionales, o de los grupos paramilitares conocidos en un
momento como “Chulavitas” y en otro como “Los Pájaros”.
De
este caos de violencia que pareciera ser narrado por Kleist, pero que en realidad puede leerse en la investigación
citada, sobresale el nombre de Eliseo Velásquez, oriundo de Junín y propietario
de un aserrío en Santa Helena de Upía, cuya furia fue conocida como la
“Velasquera” o “El azote del Llano” y cuyo impulso a la violencia fue una
acumulación de sucesos: la muerte de su padre en la masacre de El Líbano, dando
muerte por venganza a 3 de los victimarios en Fresno, causa por la cual es
defendido por el mismísimo Jorge Eliecer Gaitán, y de la cual queda libre.
Posteriormente, la muerte a manos de la Policía de un menor de 7 años, ahijado de
Velásquez, cuyo padre enloquece ante la barbarie de lo ocurrido; y, finalmente,
la muerte en Bogotá del caudillo liberal Jorge Eliecer Gaitán, su defensor. Lo
que viene después es el desencadenamiento del delirio como en la Sajonia del
vendedor de caballos.
Primero
asalta Puerto López, lugar de asesinato del menor, y Pachaqueadero, donde da
muerte a 10 policías y roba material bélico. No sabiendo qué hacer después de
lo ocurrido, decide unirse a las gentes de Caño Chiquito, ya alzadas en armas,
pero la violencia de Velásquez es tal, que incluso éstos le temen.
El
paso de su accionar se dio en los departamentos de Casanare y Meta, en las
comunidades de Restrepo, Acacías, Cumaral, Manaure, Yopal, La Aguada, Sevilla, Moreno
y Vega del Cravo. Entre sus víctimas se cuentan, según informes, 51. Se le
acusó también de necrofilia. Se
autoproclamó Comandante en Jefe, General y Jefe del Gobierno Militar de los
Llanos Orientales, y de él se dijo que “…encarnó en un momento la reacción
popular, y bajo cuyo nombre se hicieron los primeros, dolorosos y dramáticos
intentos de lucha, era un patán. La otra cara de la medalla liberal: por una,
entrega, prudencia legalismo; por otra, venganza, muerte y saqueo. En el
subconsciente de cada liberal había nacido un Eliseo Vásquez que no quería
saber nada de razones, cálculos, ni de nada, como no fuera gritar, maldecir,
destruir y matar. A la medida que la violencia y los métodos fríos y
despiadados de los chulavitas crecían en intensidad, la consigna de Velásquez
no era sino muerte y reacción.”
Por
tal razón es que, contradictoriamente a nuestros ojos, “[d]e él dijeron grandes
alabanzas los prohombres del liberalismo, y la Convención del mismo partido
reunida en el Teatro Imperio de Bogotá en junio de 1950 lo presenta
<<como ejemplo al Partido Liberal>>, por <<el valor indomable
de tan insigne luchador y la forma leal con que lucha con la causa>>.
Eliseo
Velásquez muere, con el ruido y la violencia de su furia, en una escaramuza con
el ejército, al regreso de su estancia
en Venezuela, una vez disueltas las guerrillas.
Otro
de los nombres es el de Teófilo Rojas, a quien la in justicia del Estado lo
tocó cuando tan solo tenía 13 años de edad y 6 meses de escolaridad, siendo un
analfabeto completo. Habiendo sido su apodo de guerra el de “Chispas”, tiene
que huir junto con su madre y hermanos menores a internarse en el monte, el día
en que llegó la Policía a quemar sus viviendas en Playarrica, corregimiento de
San Antonio, Tolima. Para la edad de 22 años, decía la prensa local que se
contaban entre sus crímenes más de 400. Se crío en la casa de un hombre del que
decía era honrado, de nombre Manuel S. López; y el aprendizaje en la
tanatología de la violencia, la obtuvo como subalterno en las guerrillas de
Leonidas Borja “El Lobo”, Tiberio Borja “Córdoba”, David Cantillo “Triunfante”
y Arsenio Borja “Santander”, quien en un momento gozó de alta popularidad
dentro de las tropas, puesto que nada temía y le era fácil salir a matar
“godos” para robarles y poder saciar las necesidades de su gente, pero cuya
brutalidad fue tal, que cuando arremetía contra sus víctimas “azules” “…no solo
se contentaba con ver el muerto, sino que hasta le abría hartos agujeros y
decía que era para que le saliera bien la vida a ese condenado godo”; así
mismo, cuando la violencia le nublaba el alma, salía a saciar la necesidad de
sangre, para expresar que “…no estaba tranquilo cuando no estaba haciendo aseo
al mal…”
Habiendo
escuchado los dos llamados a la pacificación, siendo el último de ellos el de
1959, decide incorporarse a la vida civil retornando a su tierra natal La
Esperanza (paradójico que justo se llame así). Pero nuevamente el Estado
arremete contra éste. Acusándolo de infinidad de crímenes los cuales no seguía
cometiendo, decide enviarle una misiva a la autoridad correspondiente en el
mismo sentido en que Kohlhaas
responde a Lutero: “Ninguna de esas
cosas es cierta, todo lo contrario, estoy dispuesto a respaldar al Gobierno
hasta con mi propia vida, y si fuera el caso. Lo que pasa es que los
conservadores están incómodos con mi estadía en la región y propalan chismes
buscando que se me persiga y se me declare guerra sin cuartel; y si esto
llegare a ocurrir no puedo quedarme cruzado de brazos para que me asesinen; el
instinto de conservación me obliga a defenderme. Hago constar que quiero
trabajar y ser un ciudadano pacífico y honrado y que por ningún motivo seré
quien le ponga problema a su gobierno.”
La
respuesta a lo anterior fue una agresión sin piedad contra el campesino en
regeneración. El día de corpus de 1959, una tropa armada abalea la casa de
Teófilo Rojas, con su prometida embarazada dentro, y con éste ausente.
La
respuesta de “Chispas” fue comandar nuevamente una cuadrilla, esta vez de 65
jóvenes, azotando las poblaciones de Playarrica, Rovira, Ibagué, San Bernardo,
La China, El Salado, La Osera, Laureles, Cocora, Riomanso, Anaime, Génova, Pijao,
Calarcá, llegando hasta Dolores y el sur del Tolima.
Antes,
en las declaración presentada a las autoridades había expresado: “…no me podía
ni me puedo dejar matar como oveja amarrada, sino que como la defensa es
permitida, yo no he hecho otra cosa que defenderme y defender a los indefensos,
a los menores, a las mujeres y los ancianos.” Y aquí se asemeja al Kohlhaas expulsado a la soledad de los
desiertos.
De
Teófilo Rojas concluyeron los investigadores: “…fue de allí, del espectáculo
del crimen, de su grupo en vida o muerte, de su ambiente, de su frustración, de
su ignorancia, de la injusticia, de la impunidad, del hambre, de la
desnutrición que lleva al crimen, de un sentido de defensa del núcleo familiar,
del inicial horror a la muerte y del gozo que produce la venganza, del abandono
de sus jefes y de la explotación por segundones, de su analfabetismo, de su
tierra arrasada, del odio, de la impotencia, de todo esto entremezclado de
donde nació <<Chispas>>…”
Finalmente,
no puede dejar de citarse el fenómeno de la violencia como derecho en
Santander, cuyo elemento humano fue la persona de Rafael Rangel. Siendo el
comandante de la Policía en San Vicente, el 9 de abril de 1948 en respuesta a
la muerte del caudillo liberal, decide sublevarse y azotar el pueblo que
comandaba y tomarse Barrancabermeja. La reacción de parte del ejército no se
hizo esperar, con lo cual una vez a huido a la región selvática de La Colorada,
sigue dirigiendo las incursiones por el río Magdalena, Carare y la línea férrea
hasta San Vicente de Chucurí, masacrando a 48 de entre soldados y policías, y a
un aproximado de 33 civiles de entre labriegos y campesinos.
A
Rangel acudieron campesinos en busca de defensa, de poblaciones tales como La
Gloria, Gamarra, Carmen de Santander, Ocaña, Convención, Wilches y
Barrancabermeja; y se estima que las acciones entre insurgencia, fuerzas
legítimas y paramilitares (Chulavitas y Pájaros) dejaron un saldo de más de
3.000 desplazados.
La
violencia de Rangel fue tal, que a su sombra, se confundió con aquella otra que
nace de la bagatela y que no persigue fin altruista, que para poderla
diferenciar, se atendía a las condiciones del cadáver o de las víctimas, y dado
que ya no se sabía sobre la autoría de las muertes, no se hablaba de bandoleros
ni de guerrilleros sino de “chusmeros”.
No
obstante, atendiendo a la tanatología, si se trataba de asalto de lanchas, la
guerrilla tan solo exigía alimentos y droga, mientras que el bandolerismo
exigía además el dinero. Sin embargo, ambos se llevaban por delante la vida de
policías y soldados que se encontraban abordo a tal nivel, que los capitanes o
conductores de dicho transporte exigieron al gobierno nacional no montar a
miembros de su ejército para no desatar la ira de éstos.
Atendiendo
a la muerte y la tortura, la perpetrada por los bandoleros se distinguía de la
de “Los Hombres Lobo” (delincuencia con uniforme de las fuerzas armadas) porque
en la de los primeros se despellejaba a la víctima, mientras los segundos
cercenaban las orejas y los genitales.
Traído
por el devenir de su violencia, Rangel decide deponer las armas en 1953, no sin
antes asegurar, que había confiado en una auténtica revolución.
En
el anterior repaso, se quedaron nombres como el de Leopoldo García, que azotó
también al Tolima, a quien apodaron “Peligro” y quien en su declaración afirmó
que cuando se inició en la lucha, dado su analfabetismo, escribía revolución
con “b”; y a la pregunta sobre cuál es el mayor problema contestó: “La juventud
sin educarse. Necesariamente habrá elementos anárquicos que se irán sin que
nosotros los podamos controlar.” O el del indígena pijao Teodoro Tacumá, que en
su defensa asedió el Huila. O el de Juan de J. Franco, que habiendo presenciado
el asalto a la Casa Liberal en Medellín y siendo un idealista, decide conformar
las guerrillas del suroeste y occidente antioqueños, temiendo que como en el
asalto, cuando volvieran las fuerzas del Estado no dispararían a los cuadros de
los jefes liberales colgados en la pared, sino a los jefes mismos.
Y
para finalizar, hay que decir lo que hemos venido afirmando: que la vida de
estas semblanzas o retratos, es la misma vida de Michael Kholhaas, quienes haciendo uso de la violencia como
derecho, y en defensa de un impacto sufrido en su humanidad o la de los suyos;
o en su honra y patrimonios, o la de su grupo o congéneres, reaccionaron de la
manera más brutal, respondiendo al crimen con el crimen.
De
ahí que, cuando se pretenda escribir la novela de la violencia en Colombia,
habrá de tenerse en cuenta la advertencia de
García Márquez en el ensayo antes citado:
“Quienes
vuelvan sobre el tema de la violencia en Colombia, tendrán que reconocer que el
drama de ese tiempo no era sólo el del perseguido, sino también el del
perseguidor. Que por lo menos una vez, frente al cadáver destrozado del pobre
campesino, debió coincidir el pobre policía de a ochenta pesos, sintiendo miedo
de matar, pero matando para evitar que lo mataran. Porque no hay drama humano
que pueda ser definitivamente unilateral.”
BIBLIOGRAFÍA
ACOSTA
DE SAMPER, Soledad. José Antonio Galán,
Episodios de la guerra de los comuneros. Editorial Universidad Industrial
de Santander-UIS. Bucaramanga, 2007.
GUZMÁN
CAMPOS, Germán; FALS BORDA, Orlando; UMAÑA LUNA, Eduardo. La Violencia en Colombia. Primera Edición Punto de Lectura.
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IHERING,
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KLEIST,
Henrich von. Michael Kohlhaas. En
Biblioteca Personal J. M. Coetzee. Editorial El Hilo de Ariadna. Buenos Aires,
2013.
OSPINA,
William. Pa’ que se acabe la vaina.
Editorial Planeta. Bogotá, 2013.
ŽIŽEK,
Slavoj. Sobre la violencia: seis
reflexiones marginales. Paidós. Barcelona, 2009.
MICHAEL KOHLHAAS, O LA VIOLENCIA COMO DERECHO
Reviewed by Revista Zahir
on
domingo, diciembre 24, 2017
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