Un mundo de desconfianza. Fragilidad de los vínculos en la modernidad líquida.
DE JULIÁN SARMIENTO | |
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Si usted como yo, es o ha sido de los que pasa por el centro de la ciudad, ve a otro ser humano denominado con ese bonito eufemismo mediático, ''habitante de calle'', pidéndole dinero, y es de los que se debate entre darle o no darle porque ''qué tal sea para vicio'', o ''qué tal se me descomplete lo de la semana'', y en últimas termina haciéndose el de la vista gorda y se va -no sin sentir un dejo de arrepentimiento-, deje de sentirse culpable y más bien comience, o comencemos, a preocuparnos, porque lo que usted y yo tenemos es el mal más impresionante de la modernidad, que no es ni el cáncer, ni la obesidad, como le han hecho creer, sino la menos conocida, pero más terrible, ''disonancia cognitiva''.
Diso...¿qué?, sí, disonancia cognitiva: la primera vez que me encontré con el término fue en una clase en mi universidad, donde un maestro a quien comencé detestando para posteriormente terminar considerándolo uno de los profesores más brillantes con quien me he cruzado alguna vez -si no el más- lo mencionó para calificarnos a todos sus estudiantes, dijo, parafraseándolo: ''ustedes estimados, viven en una contradicción permanente, entre lo que quieren hacer, lo que dicen querer hacer, y lo que terminan haciendo. No se preocupen, ustedes no son los únicos''. Esa afirmación, que en un inicio me sonó como un prejuicio arrogante, ahora, dos años después, cala hasta lo más hondo de mi ser. Porque después de digerir unas cuantas páginas de Zygmunt Bauman, donde evocó en reiteradas ocasiones a sus colega Walter Benjamin con su célebre frase (Vivimos en una sociedad que no es engañada, sino que quiere ser engañada), me di cuenta de lo esencial: mi profesor tenía razón.
Acercándonos al campo filosófico, específicamente a dos textos de Bauman: La cultura en la modernidad líquida, y Miedo líquido, descubrimos que en esta modernidad, caracterizada por un espíritu pasajero, donde las cosas duran lo que dura un parpadeo (y esto a veces es literal), nos hemos visto avocados, inevitablemente, a una vida de desconfianza. Nuestras sociedades que se han caracterizado por la búsqueda inagotable de la seguridad y de la predicción de los peligros, refugiándonos en costosos tratamientos médicos, murallas de concreto, y alguno que otro prejuicio estigmatizante hacia los extranjeros, están más aterrorizadas que nunca. Tememos, como si se tratara de un anuncio apocalíptico, el ''encuentro con el otro''. La modernidad teme a la alteridad, a esa capacidad de ponerse en el lugar de otro, porque queremos creer que bajo la diferencia de ese otro se encuentra el origen de todos los males. No podemos culparnos, después de todo hemos tomado todas las medidas para sentirnos a salvo, y por ello mismo consideramos que cualquier intromisión en esa burbuja, que cualquier cruce de la frontera (y no es una metáfora), es una amenaza inminente a nuestras vidas.
Ese estado de miedo permanente, que sirve más a la clase política dominante que a los criminales mismos, alimenta la permanencia de un sistema cada vez más cerrado, y cada vez más agresivo con la diferencia. Porque cuando sentimos que todo -excepto lo preconstruido, como los gobiernos- puede significar una muerte segura, nos aferramos desesperadamente a nuestras tambaleantes ideas morales de ''bueno'', o ''malo'', construimos la ''lógica amigo-enemigo''. La incertidumbre conduce a una necesidad constante de etiquetamiento del mundo, para saber de qué debemos huir, y dónde estamos seguros. Este fenómeno es profundamente útil para el entendimiento de la modernidad, explica, por ejemplo, el triunfo en ascenso de los gobiernos de ultraderecha, que son los primeros en ofrecer ''seguridad global'' bajo consignas transnacionales como la ''tesis de la seguridad democrática'' en forma de lemas de campaña. Aunque ello será tema de otra reflexión.
Baste con decir que ese estado de desconfianza permanete, y de miedo permanente, nos ha conducido sin duda también a una ''incertidumbre permanente'', incluso, a una incertidumbre del actuar. Si fuésemos máquinas (habría que preguntarse si a esto no nos está dirigiendo la modernidad como lo denunció por ejemplo Chaplin en ''Tiempos modernos'': devenir máquina o ser reemplazado por una) diríamos que el miedo nos lleva al ''corto circuito'' de la acción. Quisiéramos actuar, pero no sabemos cómo, porque estamos aterrorizados de que nuestra elección sea la incorrecta, y termine derivando, gradualmente, en nuestra cierta destrucción. Que se produciría, en términos modernos, en el tiempo que dura un parpadeo. El ''miedo moderno'', que es más bien el miedo primero, eterno, sigue siendo internarnos en la oscuridad. Esa, querido lector, es la ''disonancia cognitiva''
¿No la habrás sentido alguna vez?
Un mundo de desconfianza. Fragilidad de los vínculos en la modernidad líquida.
Reviewed by Julián
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lunes, octubre 23, 2017
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